sábado, 21 de agosto de 2010

LA FAMILIA NADA TIENE QUE VER

SOFISMAS EN UN DEBATE ABSURDO

El articulista Thomas Abrahán, en publicación efectuada en el diario “EL LIBERTADOR” el 11/7/2010, bajo el título “Asuntos de familia”, se ocupa del gaymonio con el falso planteo de tratarse de una cuestión de familia, afirmando que todos los que se oponen a la ley “se hallan en la más supina ignorancia”, exhibiendo de este modo una nada agradable condición humana, que es la soberbia. Quien tenga un poco de camino recorrido en el curso de la vida sabe que la soberbia no permite al que la padece, darse cuenta de sus propias limitaciones.

El falso planteo que surge al proponer el tema como un asunto de familia es una modalidad propia de los antiguos sofistas griegos, ya que inadvertidamente llevan al interlocutor a un terreno que no es donde debe desarrollarse la argumentación. De este modo se predispone un criterio favorable a la tesis que se defiende porque, en efecto, vincular este tema del gaymonio con la familia, le da una importancia que en realidad no tiene. Esto es así porque ni siquiera el matrimonio verdadero origina necesariamente una familia. Las comadres del barrio saben muy bien, sin necesidad de inspirarse en destacados pensadores, que al nacer el primer hijo, se origina la familia. Hasta la forma de expresarse es muy descriptiva: “Fulana tuvo familia”. Un matrimonio sin hijos no es familia en ningún idioma. El falso planteo del autor pretende reforzarse cuando sostiene que los grupos políticos no deben estar ausentes del asunto, “como si este asunto de las familias ─dice─ no fuera un problema social”. Se aprecia así que su pretensión es situar la cuestión en el carácter de “problema social”, siendo que en realidad se trata de una absurda pretensión grupal de igualarse con el matrimonio milenario, en pos de de una equiparación de situaciones diferentes, más que diferentes, opuestas entre sí.
Bien dijo una madre en la reunión de la Comisión Legislativa del Senado, en Tucumán, el mes de junio, que este debate es tan absurdo como si nos pusiéramos a discutir si el zapato del pie izquierdo puede usarse en el pie derecho. Otra comparación del absurdo sería la discusión sobre si el sapo y la rana, por ser batracios, son iguales entre sí. Un hombre que se siente mujer no es lo mismo que una madre; y su acompañante jamás será lo mismo que un padre, por más ficciones que el legislador ─presionado por el “lobby” gay y por los señores K─ introduzca a martillazos en el Código Civil.
El cariz familiar que falsamente quiere darle el articulista al tema vuelve a presentarse al afirmar que los opositores al gaymonio “algún día deberán ajustar sus ideas de la familia, al menos con menos hipocresía”, como si el gaymonio alguna vez pudiera llegar ser el origen de una familia. La hipocresía aquí es un vocablo vacío de contenido, y su contrapartida es la impavidez con que se lo usa, a falta de razones atendibles.
El autor cuestiona que se catalogue a las personas “por el uso que hace de sus placeres y con quién comparte su deseo sexual”, agregando que “no es fácil deshacerse de este tipo de fantasmas anales”. Francamente, por las limitaciones que surgen de la ignorancia supina en que me encuentro, no alcanzo a comprender lo que es un “fantasma anal”. Aparentemente la idea está vinculada a una complicación o un prurito que se padece en el ano, pero queda sin entenderse por qué es fantasmal. Lo que sí se entiende es que, por ser fantasmal el prurito, quien lo padece aspira a deshacerse de él, pero sin éxito, y ahora con la legalización de dicho prurito, posiblemente desaparezca el fantasma y todo seguirá como si nada. Adviértase que el autor está escribiendo cuando la ley era un proyecto, cuya suerte todavía era dudosa. Por tal motivo emitió este otro pensamiento, para forzar la salida exitosa: “No es aconsejable que se barran con una ley tradiciones acendradas”. Advierta el lector, los “fantasmas anales” son colocados en la categoría de “tradiciones acendradas”, que ninguna ley puede barrer.

La verdad es que no hubo ningún proyecto de barrer ninguna costumbre o mala costumbre. Al revés, el proyecto aprobado vino a barrer ─o intenta barrer─ los valores que cimientan el orden moral de todos los pueblos de la Tierra, dando respaldo a los “fantasmas anales” para que nadie se sienta incómodo ni tenga por qué deshacerse de ellos. Por aquí hubiera empezado el autor y nos habría ahorrado la lectura de sus lucubraciones referentes a los “profetas supersticiosos” quehablan de Dios y de la Naturaleza, como si estos fueran “productos de góndola”, es decir, que se los puede encontrar en los supermercados. Agrega el simplista argumento de que Dios no se manifiesta en nada sobre este tema y que la Naturaleza nada impone; que por lo tanto, es ínfimo “el nivel cultural de los que llevan esta cruzada en nombre de Dios y del cosmos”. Adelante, entonces, si Dios no existe ni hay que llevarle el apunte a las leyes naturales impuestas por Él(¿Él? ¿Quién es Él? ¿Dónde está?), vengan a raudales los fantasmas anales. Esta es la gran cultura de “las acendradas tradiciones” y los que se oponen son unos “supinos ignorantes”.
Este conjunto de disparatados conceptos y otros por el estilo, fueron los que influyeron para que el Congreso de la Nación dictara la ley más absurda que jamás asamblea alguna osó discutir. El Siglo XXI va a quedar signado por la aceptación de la degradación moral en el terreno legislativo, comenzada por algunos países europeos, cuyo mal ejemplo es fuente de inspiración. Oswal Spengler ─un europeo─ lo vaticinó el siglo anterior en su famosa obra “La decadencia de Occidente”. De Occidente, no de Oriente.
Hago referencia a la aceptación de la degradación moral en el terreno legislativo, porque de eso se trata. La degradación en la que uno pueda caer en la vida privada a nadie le interesa. ¿Cuál es el objeto de darle estado legislativo? Nada más que el ansia de que las malas costumbres sean aceptadas y respaldadas, creando una tranquilidad de conciencia a quienes padecen de “fantasmas anales”, que no los pueden eludir. Buscan el aplauso de la sociedad; pero ocurre que ningún legislador de ningún país civilizado o semicivilizado puede determinar por ley lo que es plausible y lo que no, ni tampoco modificar el léxico suprimiendo palabras que puedan considerarse discriminatorias, como se hace en esta ley, que manda suprimir la palabra “madre” del Código Civil, para reemplazarla por el vocablo genérico de “padres” (preparando el terreno para que adopten niños) y así hacer extensiva las disposiciones referidas al matrimonio, a este engendro legislativo que aprobó el Congreso con una “irresponsabilidad supina”.
Se ha creado así una competencia contra el verdadero género femenino, al que realmente se lo desfigura. Muy grande culpa tiene la Presidente de la República, con su falso y acomplejado feminismo y suprema ignorancia del idioma (ella es “Presidenta con A y no con E”). Pero no titubeó en poner al borde del precipicio el puro y sagrado concepto del género femenino. Por eso, desde la China, donde se hallaba en viaje más que nada de turismo, se preocupó de ordenar a los sumisos legisladores que dependen de su voluntad omnímoda, que “aprueben la ley sin modificar una coma”. Su sumiso esposo, que se arrogó el cargo de Presidente “de facto”, la acompañó eficazmente en este propósito desestabilizador del género.
Advierta el lector este designio maligno de la Sra. Presidente: el viaje hizo coincidir con la fecha fijada por el Senado para el debate de la ley, a fin de que el Vicepresidente ─de opinión contraria─ no participe y defina un previsible empate. Al mismo tiempo invitó a viajar a dos legisladoras, también de opinión adversa, con igual calculado objeto. Este es, propiamente, un cálculo de inspiración mefistofélica, cuestión en la que nadie les gana a los señores K.
Así se impuso muy suelto de cuerpo el Sr. Mefistófeles, por amplia mayoría, que incluyó a la oposición. Inspiró, además, al presidente del debate, Sr. Pampuro, quien hizo una desleal maniobra para excluir el proyecto de la oposición (absurdo también, pero más limitado) y al Sr. Picheto, con sus deplorables mentiras y ataques al Vaticano y a toda la Iglesia Católica, por lo que representan frente al espíritu maligno, no obstante sus falencias en el plano humano, pasadas o actuales.

Por Carlos Alberto Dansey

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