Quienes dicen conocer los secretos de la familia insisten en considerar el peso que habría tenido el pedido de su hija para que declinara la candidatura y se dedicara a llevar adelante empresas menos expuestas y peligrosas que las propias de la política. Puede que el reclamo haya existido y hasta sería lógico después de la muerte súbita de Néstor Kirchner. Sin embargo, de momento no hay -al menos de manera visible- ningún elemento de juicio, susceptible de ser tenido en cuenta, que permita siquiera insinuar la posibilidad de un paso al costado.
Si CFK pensase retirarse a cuarteles de invierno y sopesase, por tanto, la conveniencia de dejar que otro ocupase su lugar a la hora de definir la fórmula presidencial, su actitud casi con seguridad sería diferente. La viuda que ocupa en soledad la Quinta de Olivos es evidente que ha decidido mostrarle a la sociedad su razón independiente de ser respecto de la sombra de su marido que todavía revolotea por todo el tinglado del poder kirchnerista. Haber cambiado de tal forma sus modales -justamente ella, de ordinario crispada y al borde de un ataque de nervios- no es casualidad. La creación del ministerio de Seguridad, tampoco. Menos aún el reacomodamiento del gabinete hecho sin necesidad -hasta ahora- de fulminar excomuniones públicas y producir renuncias de resonancia.
Nadie obra de esa manera si está a punto de abandonar el poder, menos urgida por circunstancias adversas que por su propia voluntad. Claro que lo dicho no significa que será de la partida en octubre a cualquier precio. Seguramente si el espaldarazo que recibió el 27 de octubre se desvaneciese de un día para el otro -tal como apareció sin anunciarse y a instancias de una muerte fortuita- Cristina Fernández pensaría dos veces antes de aceptar la postulación que está en boca del país. Pero mientras dure el efecto luto y la gestión la acompañe razonablemente bien, lo más probable es que ella encabece la boleta electoral del Frente.
Cuenta hoy, a su favor, con una intención de voto sólida que, sin llegar a 40 %, la ubica en un cómodo primer puesto, lejos de sus dos inmediatos perseguidores: Mauricio Macri y Ricardo Alfonsín. Tiene, además, el viento de cola económico que podría inflar las velas de su administración en los diez meses que faltan para substanciar los comicios presidenciales. Podrá mermar dos o tres puntos el crecimiento, si se lo compara con el de este año que toca a su fin, lo cual no quita que le sobren recursos para repartir antes de las elecciones.
Por último la sigue ayudando la dispersión del arco opositor y las disputas en las que se hallan enredados los radicales, el peronismo disidente, el socialismo y el PRO. Si acaso despuntase en el horizonte un candidato capaz de suscitar una gran expectativa y de generar un debate de ideas novedoso en el anquilosado sistema político argentino, la actual presidente tendría razones para preocuparse. Como lo contrario es cierto, el arco opositor continúa representando para Cristina Fernández una ventaja inapreciable.
Pasadas en limpio las buenas, analicemos las malas. Durante los siete años en que el santacruceño manejó los hilos del gobierno y del estado como un titiritero impiadoso, permitió la protesta social allí donde apareciese pero nunca perdió el control de la calle. La promesa -cumplida a rajatabla- de no reprimir los cortes de ruta, bloqueos de calle o lo que fuera, tenía una contracara tácita: mantener con los manifestantes, encubiertamente, vínculos suficientes para evitar que sus actos se saliesen de cauce. Cuando no pudo hacerlo, sufrió su primera derrota estratégica a manos del campo.
La situación ahora es otra. Distintas fuerzas de izquierda, en aquel entonces acotadas, han roto todo lazo con el oficialismo y amenazan escalar hasta límites impensados. Las tribus suburbanas, sintiéndose libre de hacer lo que les viene en gana, avanzan sobre barrios donde los vecinos se arman para impedir que se establezcan allí sus tolderías. Sectores enteros de clase media y media baja, cansados de que nadie los escuche, han decidido por las suyas cortar algunas de las arterias claves de acceso y salida de la capital y el Gran Buenos Aires en protesta por los cortes de luz que los afecta. En resumidas cuentas: si no ha perdido el control de la calle, por este camino y a este ritmo el gobierno lo perderá en cualquier momento.
Son cada vez más lo que comprenden que, para hacerse oír, nada hay mejor que crear un caos en el tráfico automotor. Venciendo no pocas prevenciones y muchas veces contra sus convicciones más íntimas, barrios enteros se pliegan a las formas de protesta que eran patrimonio de los piqueteros. Aunque no lo sepan o no quieran escucharlo, para ellos el fin justifica los medios. Así, pues, la caja de resonancia de la Argentina -la llamada, por Martínez Estrada, "cabeza de Goliath"- se ha trasformado en un pandemonio.
¿Con qué consecuencias políticas? De momento, el descontrol que ha ganado a la ciudad capital y parte del conurbano, lejos de perjudicar a su jefe de gobierno, Mauricio Macri, lo ha catapultado hacia arriba. En cambio, ha obrado en desmedro de Cistina Fernández de una manera que debería ser materia de análisis para sus incondicionales. Está visto que les ha jugado una mala pasada a los estrategas del kirchnerismo, siempre tan interesados de proclamar a los cuatro vientos su respeto absoluto por la protesta social y su decisión firme de no reprimirla.
Que el oficialismo no sabe para qué lado disparar lo demuestra la pobreza de sus argumentos frente a desmanes como los de Constitución y Villa Soldati. Si lo único que se le ocurre sostener es que Eduardo Duhalde, Mauricio Macri y el Partido Obrero conspiran en las sombras para desestabilizarlo, refuerza la idea -hoy generalizada- de que no tiene respuestas serias para hacer frente a la situación que amenaza escapársele de las manos.
Como no hay razones para suponer que el comentado descontrol vaya a desaparecer por arte de magia, el gobierno tiene un frente abierto que se irá ensanchando conforme pase el tiempo, y a los problemas de falta de viviendas, cortes de energía y ausencia del estado, se le sumen las presiones salariales que ya se hacen sentir.
A esta altura la administración de Cristina Fernández no puede ponerle freno a una inflación que difícilmente sea menor a 33 % el año próximo. Sería ilógico, pues, que frente a tamaña evidencia las fuerzas sindicales convalidasen las cifras del INDEC. En eso la góndola del supermercado ni miente ni perdona y Hugo Moyano es el primero en reconocerlo. No hay pacto social capaz de resistir semejante crecimiento de precios y no hay poder gremial que, por conformar al gobierno de turno, se subordine disciplinadamente a sus caprichos.
Sostener que el oficialismo no puede ponerle coto a la inflación es indistinto a decir que estará condenado, en un año electoral, a convalidar las presiones salariales de las bases o a perder su apoyo. El espectro que comienza a dibujarse en el empíreo político no resulta el de una hiperinflación agazapada. El escenario que se avecina es la falta de orden público unido a la inflación y las tensiones y demandas que habrá de generar en el corto plazo. Sumados estos factores, plantean la incógnita de cuán preparada está Cristina Fernández para salirles al cruce. Porque no estamos en la antesala de una crisis. La crisis ya estalló. De lo contrario habría que creer que la seguidilla de conflictos que vienen sucediéndose -principalmente en Capital Federal- son pura casualidad o fruto de una serie de complots cruzados.
Es realidad ni la teoría de la conspiración ni la del azar hacen pie en este asunto. El fenómeno de la privatización de la violencia y la recusación del orden público han echado raíces tan hondas en nuestra sociedad que es imposible cortarlas de cuajo. Por eso desde hace años convivimos en espacios sociales cada vez más degradados. Hoy el problema lo tiene el gobierno y si no acertase con el remedio Cristina Fernández podría tejer escarpines. Pero, inmediatamente, lo heredaría su sucesor, sea quien fuese, Scioli o Alfonsín, Sanz o Macri, Duhalde o Solanas.
¡Feliz Año Nuevo!
Por Vicente Massot
Fuente: Tábano informa
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